sábado, 30 de abril de 2011

La participación irrelevante:una evaluación del gobierno de Lula

 
 
La llegada del PT al gobierno nacional: expectativas
La elección de Lula en 2002 generó expectativas intensas y dispares en la
población en general, en los mercados y en las elites sociales y políticas.
Varios fueron los termómetros que permitieron medir estas expectativas.
En lo que se refiere a la percepción popular, una encuesta de opinión
realizada entre el 19 y el 23 de enero de 2003, inmediatamente después
de la asunción del nuevo presidente, mostraba que el 78,4% de los brasileños
creía que Lula haría un gobierno bueno o excelente, y sólo el 2,2%
esperaba que su gobierno fuera malo o pésimo (CNT/SENSUS, 2003a).
La misma encuesta indicaba además que el 83,6% de los brasileños aprobaba
el desempeño del nuevo presidente—en tanto que el nivel de aprobación
que tres meses antes había obtenido Fernando Henrique Cardoso
era de sólo el 34,7%. La gran popularidad de Lula se mantuvo durante los
algo más de cinco años de mandato transcurridos hasta el momento en
que finalizo la redacción de este texto, con algunas pequeñas caídas en
momentos de crisis que, sin embargo, fueron superadas rápidamente.
En lo que concierne a las expectativas de los mercados, en particular
los financieros, la visión sobre el nuevo gobierno no era alentadora en
absoluto: el riesgo país,1 calculado por el banco JP Morgan Chase, que
permite evaluar la percepción de los mercados sobre la solvencia financiera
de un país, superó los 2.400 puntos en el mes de setiembre, cuando
la victoria del candidato petista se tenía por cierta, y cerró en 1.649 puntos
el 10 de diciembre de 2002, cuando Lula ya había ganado las elecciones
y realizado una serie de declaraciones tranquilizantes. Una semana
después, con la designación del ex presidente del Bank Boston, Henrique
Meirelles, en el cargo de presidente del Banco Central, los mercados financieros
se calmaron un poco (bien poco): el 16 de diciembre de 2002,
el riesgo soberano brasileño retrocedía al nivel todavía muy elevado de
1.382 puntos. Estos índices colocaron a Brasil, durante diciembre de
2002, entre los países con el tercer y quinto índice más bajo de solvencia
en todo el mundo. Otra faceta de la desconfianza de los mercados fue el
desbordamiento (overshooting) del dólar, que llegó a cotizarse cerca de los
R$ 4,00 a fines de 2002. El problema se superó a lo largo del mandato
y el gobierno de Lula obtuvo los mejores índices de riesgo soberano que
registró Brasil; los índices descendieron a niveles inferiores a los 200
puntos antes de la crisis financiera del sector inmobiliario norteamericano,
en 2008, y colocaron al país en una posición mejor que el promedio
de los emergentes. El valor del dólar también reflejó ese cambio:
la moneda norteamericana retrocedió a valores cercanos a los R$ 1,70 a
comienzos de 2008.2
Las expectativas de las elites sociales y políticas tenían más matices.
Por un lado, se esperaba que el PT construyera una amplia coalición de
gobierno que permitiera a Lula llevar adelante su agenda de gobierno en
un contexto signado por obstáculos para la concreción de los proyectos
del Ejecutivo: alta fragmentación parlamentaria, tamaño reducido de
la bancada petista en el Congreso (no más del 18% de las bancas de la
Cámara de Diputados y del Senado) y constitucionalización de diversas
materias que no eran propiamente constitucionales, con lo cual cualquier
gobierno se veía obligado a modificar la Constitución para implementar
muchas de sus políticas públicas (Couto y Arantes, 2004, 2006). Por otro
lado, se notaba una fuerte tendencia del gobierno de Lula a concentrar el
poder en el partido del presidente, ya que se habían designado ministros
petistas en dos tercios de las carteras del gabinete. Tal desproporción
entre el tamaño de la bancada parlamentaria petista y su participación en
los ministerios sugería que el presidente tendría dificultades para concretar
su agenda en el Congreso, lo cual generaría motivos para apelar a la
movilización directa de sus bases sociales como manera de forzar a los
legisladores a aprobar sus proyectos.
El riesgo de la movilización popular contra el Parlamento se puede
explicar de dos maneras lógicamente contradictorias (pero que son empíricamente
compatibles). Por un lado, la estrategia de construcción de
la coalición, concentradora del poder en el PT y excluyente con relación
a los aliados parlamentarios podría convertirse en una causa para el socavamiento
de la coalición situacionista, y podría incentivar al presidente
a apelar a otras fuentes de apoyo. Por otro lado, el carácter excluyente de
la coalición es en sí mismo una consecuencia del ideario petista, favorable
a la participación y movilización populares, que apoya instrumentos no
parlamentarios de deliberación y decisión política, y que defiende la tesis
de que un gobierno popular debería ser hegemonizado por el partido
efectivamente vinculado a las fuerzas populares—el PT. De esta manera,
independientemente del sentido de la causalidad, la participación popular y
la representación parlamentaria se excluirían mutuamente, siempre en forma
conjugada con el refuerzo de la preponderancia del PT en el gobierno.
La atracción petista por las formas participativas de la democracia,
consideradas en el ideario del partido como superiores a las instituciones
representativas, tiene su origen en una serie de fuentes doctrinarias
(Couto, 1995). La primera de ellas es un cierto "marxismo difuso" que
tradicionalmente modeló el ideario de los militantes y líderes del PT, que
atribuye a las instituciones representativas del Estado un carácter inherentemente
clasista (burgués) y, en consecuencia, indeseable. La segunda
fuente es un "comunitarismo ético" de origen cristiano, que rechaza la
política representativa en pro de foros de actuación directos de los ciudadanos;
su concreción sólo sería posible mediante instrumentos participativos
de decisión política que descartaran la supuestamente nefasta intermediación
de los políticos profesionales. La tercera fuente es una mística
de la participación política fundada, más remotamente, en los ideales clásicos
de una "ciudadanía activa", que supone que sólo la participación directa
de los propios interesados en los asuntos públicos haría posible para
los ciudadanos una existencia política realmente emancipada. Por fin,
la cuarta fuente—que en el ideario petista es la más reciente y también
la más agnóstica— es la comprensión de que la instauración de formas
participativas de democracia permite a los ciudadanos controlar mejor a
sus gobernantes, con lo cual se mejora la accountability y se enriquece el
proceso decisorio del gobierno. Sólo en el caso de la última fuente doctrinaria
la participación no aparecería como sustituto, sino como complemento
de las instituciones democráticas de carácter representativo –en
los términos sugeridos por Bobbio (1988), o en los términos de la pregunta
propuesta por Jefferson Goulart (2006: 7):
"¿...es posible que la democracia representativa asimile otros formatos de participación
democrática además del sufragio? La respuesta es normativamente
afirmativa, y el móvil de esta forma de democracia participativa se traduce
en la disminución del espacio que separa deliberantes de deliberadores en el
interregno electoral, mediante nuevos controles".
El apego al participacionismo, surgido de la conjunción de esos ideales
y de la intención de reducir el espacio entre gobernados y decisiones de
gobierno, motivó a diversos gobiernos municipales del PT a instaurar un
instrumento de participación política que se convirtió en un emblema
del "modo petista de gobernar": el Presupuesto Participativo (PP).3 Por
su intermedio, los ciudadanos municipales participaban en plenarias para
discutir la posibilidad de que las demandas locales fueran incluidas en la
ley de presupuesto, con lo cual se modificaría en alguna medida el proyecto
de gastos gubernamentales que el Poder Ejecutivo enviaría al Poder
Legislativo municipal para su tratamiento. Es de destacar que las plenarias
del PP no gozan de poder vinculante en materias presupuestarias,
sino que sólo pueden sugerir modificaciones al proyecto de presupuesto
elaborado por el ejecutivo municipal. Corresponde a los concejales la
última palabra sobre lo que se incluye o no en la ley que finalmente se
apruebe—de tal manera que, al fin y al cabo, es la democracia representativa
la que tiene la última palabra.
Aun así, la existencia de un instrumento de participación popular en
la formulación de proyectos de políticas públicas—en este caso, presupuestarias—
genera por sí sola un medio de presión del ejecutivo sobre el
legislativo, pues el primero tiene la capacidad de reclamar a los parlamentarios
el "respeto" a la voluntad popular manifestada en las plenarias del
PP. Así, el Presupuesto Participativo se constituye no sólo en un espacio
de deliberación por excelencia para los ciudadanos, sino en una herramienta
de presión política que puede ser instrumentada por un sector de
las elites políticas. Contribuye a ello, especialmente, el hecho de que las
plenarias del PP están, en todos los casos, vinculadas al Poder Ejecutivo
municipal—habitualmente al propio gabinete del alcalde—, lo cual las
convierte indirectamente en un elemento de refuerzo del ejecutivo local
ante el Concejo Deliberante y, en particular, ante la oposición al alcalde
en el Poder Legislativo. Esto ayuda a comprender por qué los opositores
a las administraciones petistas han sido siempre tan críticos del PP en sus
localidades. Además, es frecuente escuchar la acusación de la oposición
de que las plenarias del presupuesto participativo son instrumentalizadas
no sólo por parte del ejecutivo, sino también por los militantes petistas
que concurren a ellas en gran número.
Sobre esta crítica, considerada desde una perspectiva más amplia
(comparando el caso del PP en Porto Alegre con otras formas de participación
popular promovidas por gobiernos de izquierda), también se
manifiesta Céli Pinto (2004:102-3):
"Retomando la cuestión de la relación entre participación y representación
a la luz de las cuatro experiencias presentadas, parece existir
una característica común a pesar de la inmensa diversidad entre ellas: en
todas, el principio de democracia participativa aparece como un antídoto
contra la democracia representativa. En ninguno de los casos la participación
refuerza la representación ni busca mejorar su calidad; al contrario,
procura aislarla o reducir su poder y se caracteriza como un polo de toma
de decisiones y de iniciativa política independiente, que presiona "desde
afuera". (...) La situación de Kerala y de Porto Alegre comparte con los
otros casos la misma tensión con relación a los principios de la representación
pero, al contrario de ellos, está permeada de una voluntad partidaria
clara. De todas maneras, en ambos casos las relaciones establecidas
entre el gobierno, y en consecuencia entre los partidos de izquierda, la
sociedad civil organizada y el poder ejecutivo limitan al poder legislativo,
que es el espacio por excelencia de la representación".
Existía, por lo tanto, una serie de razones (y de temores) de que la
llegada del PT al gobierno del país acarrease la creación, también en
el plano federal, de mecanismos participativos que pudieran reforzar el
poder del ejecutivo, en un escenario que le resultaba poco favorable de
antemano. Las razones para ello no se fundaban sólo en el discurso participacionista
del PT, sino en sus prácticas políticas concretas en aquellos
lugares en los que había gobernado. Buena parte de los temores sobre
el PT en el gobierno, en particular los del mercado financiero, eran injustificados
si se tenían en cuenta las experiencias concretas del partido
en el poder. Los gobiernos estaduales y, sobre todo, las municipalidades
petistas, tenían un historial de buena gestión financiera, de manera que
era poco probable que el partido cometiera algún tipo de imprudencia
en su administración nacional. En otras palabras, para prever lo que sería
probablemente el gobierno petista en el plano nacional, bastaba con observar
lo que había sucedido en los niveles municipal y estadual. Sin embargo,
este presupuesto analítico sugiere que si las prácticas del gobierno
municipal se replicaran de alguna manera en el plano federal, lo que es
verdadero para la gestión financiera también debería serlo para la gestión
política, de manera que la experiencia del Presupuesto Participativo también
tendería a repetirse.
No obstante, existe en la transición entre los diversos niveles de gobierno
una diferencia crucial, con implicaciones mucho más graves para
la instauración de prácticas participativas que de prácticas financieras. Se
trata de la cuestión clásica del tamaño de la unidad política, tanto en lo
que hace a la cantidad de las personas involucradas como al territorio. La
instauración de prácticas participativas en las que los ciudadanos tengan
actividad directa es mucho más sencilla y viable en un municipio que en
el nivel federal. Esto ya se había comprobado en otros dos casos: en los
gobiernos estaduales del partido, en los que a pesar de haberse procurado
implementar el PP éste no se pudo llevar a la práctica, y en los municipios
de mayor dimensión, como la ciudad de San Pablo, con sus casi 11 millones
de habitantes, en la cual el presupuesto participativo nunca logró
convertirse en algo más que un remedo de lo sucedido en Porto Alegre.
Por lo tanto, si incluso en experiencias anteriores de gobiernos del PT la
instauración de prácticas participativas no siempre resultó exitosa, sobre
todo en la medida en que el tamaño de la unidad política aumentaba,
¿qué se podría esperar del gobierno federal?


La participación en el nivel federal: los consejos
En virtud de la legislación vigente antes de la llegada del PT al poder en
el plano nacional, ya existían en ese nivel de gobierno los consejos sectoriales.
Dichos órganos tienen carácter meramente asesor de los ministerios
a los cuales están vinculados, y no es obligatorio que sus decisiones
sean acatadas en la definición de las políticas públicas. Un caso emblemático
es el del Consejo Nacional de Salud (CNS). Este órgano actúa en
el ámbito del Ministerio de Salud (está conformado principalmente por
representantes del sector), pero sus decisiones sobre políticas públicas no
tienen carácter vinculante.
Existe un episodio ejemplar en este sentido: en 2005 (transcurre por
lo tanto el tercer año del mandato de Lula), los consejeros instaron al
Ministerio de Salud a no continuar transfiriendo recursos públicos a entidades
que prestaban servicios de salud a la población pero no eran organismos
estatales—como las denominadas Organizaciones Sociales de
Salud (OSS). El objetivo de este cese de las transferencias era garantizar
que las partidas presupuestarias se destinaran exclusivamente a entidades
en las que trabajaran empleados públicos, para combatir lo que se denominaba
la "tercerización" de servicios. El Ministerio de Salud directamente
ignoró esta decisión del CNS y continuó realizando las transferencias
destinadas a esas entidades, de manera que las mantuvo como parte
integrante del Sistema Único de Salud (SUS) brasileño. Como relata un
periódico afín a la posición del Consejo:
"En marzo de 2005, los consejeros condenaron la tercerización de la gerencia
y de la gestión de los servicios y del personal del sector de la salud, así
como la administración gerenciada de acciones y servicios, como por ejemplo
las Organizaciones Sociales (OS), las Organizaciones de la Sociedad
Civil de Interés Público (OSCIP) u otros mecanismos con idéntico objetivo.
Y establecieron un plazo de 12 meses para que los organismos de gestión
del SUS adoptaran medidas para cumplir la decisión—lo cual no sucedió"
(Domínguez, 2007).
Los diversos consejos que actúan en el ámbito federal al estilo del CNS
son organismos destinados a dar la palabra a los representantes de determinados
grupos de interés. Es también el caso del Consejo Nacional de Educación
(CNE) o del Consejo Nacional de Asistencia Social (CNAS), vinculados a
sus respectivos ministerios. Aunque cuenten con la participación de miembros
del sector en el que actúan, estos consejos no tienen la capacidad de influir
decisivamente en el establecimiento de las políticas públicas que adopten
los organismos a los que están vinculados. Si el ministro de la cartera
está dispuesto a seguir una orientación política distinta de la preconizada
por los Consejos, prevalecerá aquella política. La composición misma de los
consejos obedece, en alguna medida, a las preferencias del Ejecutivo, pues
los miembros—designados por las entidades del sector afectado— deben ser
refrendados por el presidente de la República. Al depender de la orientación
política del ministro, principal responsable de la selección de candidatos, el
consejo tenderá a adoptar un perfil determinado.
El caso de confrontación entre el CNS y la orientación política seguida
por el Ministerio de Salud resulta ilustrativo en este sentido. Desde
el inicio del mandato de Lula y durante tres años y medio, fue ministro
de Salud el médico pernambucano Humberto Costa, importante líder
petista de ese estado, fuertemente vinculado a las corporaciones del sector
de la salud—fue presidente de la Asociación Pernambucana de Médicos
y Director del Sindicato de Médicos de Pernambuco. De allí que la composición
del Consejo Nacional de Salud estuviera marcada por la fuerte
presencia de líderes vinculados a los intereses corporativos del sector y
a otros segmentos del campo de la izquierda, contrarios a la política supuestamente
"neoliberal" de concesionar servicios públicos a entidades
no estatales. Como el gobierno de Lula optó por no modificar una serie
de políticas públicas que se consideraban "neoliberales", entre ellas la
relativa a la concesión de los servicios sociales, el conflicto hizo eclosión
aun cuando la cartera estaba en manos de un ministro por cuyo filtro
habían pasado los nombramientos para el Consejo. El problema volvió
a manifestarse más tarde, durante el segundo mandato de Lula, cuando
la 13ª Conferencia Nacional de Salud (foro participativo ampliado del
sector) condenó nuevamente el destino de las partidas presupuestarias a
entidades de salud no estatales, condena que nuevamente fue ignorada
por el Ministerio de Salud, en ese momento ya en manos de José Gomes
Temporão, del PMDB. En esa ocasión, los representantes de la conferencia
amenazaron con recurrir a la justicia para exigir el cumplimiento de
sus decisiones, lo cual señalaría la judicialización de la cuestión.
La posibilidad de judicialización está reforzada por el interés del
Ministerio Público (MP) en intervenir en acciones relativas al asunto.
Como ya demostró Rogério Arantes (2002), el MP ha desarrollado una
gran actividad política y ha sido el detonador de litigios relacionados más
con las preferencias políticas personales de los fiscales que con la defensa
de la legalidad en sí. Es lo que sucedió en el caso de San Pablo, según
relata Domínguez (2007):
"…el Ministerio Público Federal resolvió, en mayo de 2006, el fin de las
Organizaciones Sociales de Salud (OSS) en la ciudad de San Pablo, tomando
como base la decisión del concejo deliberante municipal, pero la alcaldía
recurrió esa decisión. ´Los Estados y los Municipios alegan autonomía
administrativa para no respetar la decisión del consejo´, añadió la secretaria
ejecutiva del CNS, Eliane Cruz. 'Esta es una disputa política que debemos
debatir en la 13ª [Conferencia Nacional de Salud]. Sérgio [Ricardo Góis,
consejero representante de la Confederación Nacional de Comercio] destacó
que los consejeros deben armarse judicialmente para un combate de igual a
igual con los gestores".
Un aspecto curioso de esta historia es que la disputa acerca del verdadero
poder de decisión del Consejo Nacional de Salud genera divisiones
aún dentro del propio gobierno. Si bien en 2007 el Ministerio de Salud
ya estaba en manos de José Gomes Temporão, defensor de la asignación
de recursos a las entidades no estatales, su posición era combatida
abiertamente dentro del propio organismo que dirigía por el secretario
de Gestión Estratégica y Participativa del Ministerio de Salud4, Antônio
Alves de Sousa. Siguiendo con el relato de Domínguez (2007):
"El peligro, afirmó Antônio Alves, es que el CNS pierda credibilidad
ante la opinión pública porque sus resoluciones no son acatadas. 'Nosotros
podemos resolver que la Unión no continúe transfiriendo recursos a hospitales
cuya gestión fue tercerizada, pero necesitamos exigir la aplicación
de esa resolución´, manifestó. Mientras tanto, la tercerización avanza—
como señaló Lígia [Bahía, del Centro Brasileño de Estudios de Salud],
citando el ejemplo de Río de Janeiro, cuyo gobernador, Sérgio Cabral,
anunció la creación de una fundación para contratar profesionales de la
salud. 'Y atención, que él representa la nueva política,' comentó".
El contraste entre las posiciones del ministro y las de su subordinado
queda claro si consideramos que Temporão actúa como ardiente defensor
de la concesión de los servicios de salud a favor de entidades privadas.
El ministro fue, dentro del ejecutivo, uno de los articuladores de la presentación
al Congreso Nacional de un proyecto de ley para regular de
manera más estructurada esa política de modificación de las relaciones
entre el Estado y los prestadores de servicios. Se trata del proyecto de ley
que crea la figura de las Fundaciones Estatales de Derecho Privado—una
modalidad similar a la de las Organizaciones Sociales (OS), ya existentes
en varios estados, o a la contratación de los hospitales universitarios
adoptada en el estado de San Pablo.
En una entrevista concedida al diario O Estado de S. Paulo (11/06/2007),
el ministro Temporão defendió de la siguiente manera el proyecto sobre
las Fundaciones Estatales de Derecho Privado:
"Es un modelo moderno de gestión dentro del Estado. Una propuesta seria
que puede significar un nuevo paradigma en la administración pública. No
hay amenaza de privatización, las contrataciones continuarán haciéndose
por concurso público. Pero cuando los hospitales trabajen con un régimen
de contrataciones se profesionalizará la gestión. Los hospitales tendrán un
presupuesto y metas que cumplir. Y los empleados trabajarán al amparo del
régimen de la CLT5 (…) Recurrir a las jergas que hablan de 'privatización
de la salud' empobrece el debate. Y resulta gracioso que se nos acuse de privatización,
puesto que queremos exactamente lo contrario. Hoy en día, muchos
hospitales públicos no atienden al interés público porque están privatizados
por los intereses corporativos. ¿O los médicos trabajan pensando si el hospital
va a lograr las metas? ¿Si la población está o no satisfecha?"
Esta clase de disputa refleja no sólo posturas contradictorias dentro
del gobierno de Lula, sino una disputa dentro de la coalición de gobierno.
El ministro es del PMDB y defiende abiertamente una política, en tanto
que su subordinado, vinculado al PT, se opone a ella.6 La divergencia se
origina en dos causas distintas. Una es la cuestión doctrinaria, relacionada
con la naturaleza de la política pública: la posición contraria o favorable
tanto a la concesión de servicios sociales a favor de entidades privadas
como al cambio en la forma de contratación de los servicios. La otra
cuestión se refiere a un problema de autoridad política—quién es el que
manda al final de cuentas: ¿es el Consejo, que contempla la participación
principalmente de representantes de una corporación vinculada al servicio
público, o es el ministro, designado por el presidente de la República
y que decide presentar un proyecto de ley para su tratamiento parlamentario?
Es este segundo aspecto el que me interesa en este momento.
La disputa por la autoridad política es importante porque representa
la confrontación entre dos formas distintas de democracia. Por un lado,
la democracia representativa, encarnada por los políticos electos (en el
ejecutivo o en el Parlamento) y por aquellos que están bajo su comando
directo—como los ministros de Estado. Por otro lado, la democracia
participativa o, por lo menos, supuestamente participativa—como los
Consejos o las Conferencias. El uso del "supuestamente" se debe a que
los militantes que actúan en esos organismos son representantes de determinados
intereses y obtienen su calidad de consejeros por haber sido designados
por alguna entidad—sea corporativa del sector o no. El Consejo
Nacional de Salud, por ejemplo, cuenta con representantes de entidades
tan disímiles como la Federación Nacional de Médicos, la Liga Brasileña
de Lesbianas y la Confederación Espiritista Panamericana. No es correcto,
por lo tanto, afirmar que el CNS es un órgano meramente corporativo,
si bien se puede aseverar que sus posiciones políticas tienen un
sesgo predominante, a la izquierda del espectro ideológico, que determina
el tenor de sus decisiones. Eventualmente, esto podría no suceder
en otros consejos, particularmente en gobiernos que no fueran ellos también
de izquierda—lo cual modificaría los resultados de la participación
en cada caso en lo que respecta a la formulación de políticas públicas.


Una novedad en el gobierno de Lula: el CDES
El ideario participacionista del PT tiende a favorecer que, en un gobierno
del partido, exista mayor afinidad entre quienes desempeñan cargos
en el Ejecutivo y los líderes de entidades que integran los consejos
y otros foros similares. La propia creación de una Secretaría de Gestión
Participativa en el Ministerio de Salud confirma esta tendencia. Sin embargo,
no puede decirse que medidas de esta clase constituyan grandes
novedades: en realidad, por sobre todas las cosas, crean nuevos cargos.
Desde este punto de vista, aparece solamente una innovación potencialmente
significativa: el Consejo Nacional de Desarrollo Económico y
Social (CDES).7
Se trata de un organismo cuyo propósito principal es permitir que las
propuestas de políticas públicas de interés del gobierno sean objeto de un
proceso de concertación social antes de su envío al Congreso Nacional.
El CDES fue creado con gran pompa y circunstancia apenas iniciado el
primer mandato de Lula, y se designó para dirigirlo al ex intendente de
Porto Alegre, Tarso Genro, con cargo de Secretario Ejecutivo y rango
de ministro de Estado. Esa designación no fue casual, ya que Genro
se había destacado como defensor teórico y práctico del Presupuesto
Participativo, y ese instrumento había cobrado especial fuerza durante
su gestión al frente de la intendencia de la capital gaúcha. Así, sería de esperar
que aportase al funcionamiento del organismo su know-how como
promotor de mecanismos participativos de la democracia.
Sin embargo, como no sería posible reproducir a nivel nacional las
experiencias municipales de participación, el nuevo organismo asumió
características similares a las de un dispositivo institucional neocorporativo,
en lugar de constituirse en una instancia de participación popular
propiamente dicha. En los términos de Doctor (2007: 139-40):
"Claramente, la participación ciudadana amplia era una opción menos factible
en el nivel nacional, lo cual hacía atractiva a la solución neocorporativista.
En algún sentido, entonces, el gobierno del PT creó el CDES para negociar
con diversos actores sociales e incorporar sus aportes en la formulación de
políticas reformistas con el ánimo de hacer de la sociedad civil la 'propietaria'
de estas políticas. De tal manera, las funciones primordiales del consejo fueron
crear un entorno abierto para debatir cuestiones nacionales, profundizar
el diálogo entre las autoridades públicas y la sociedad, orientar y apoyar la
agenda de políticas del gobierno, negociar compensaciones y presentar soluciones
después de consultar los diversos intereses societarios y consolidar la
gobernabilidad democrática".
El CDES, sin embargo, tenía profundas diferencias tanto con relación
al Presupuesto Participativo como a los demás consejos de nivel federal.
No se trataba de un organismo en el que pudiera participar cualquier
ciudadano, como en el caso del PP. Además de los participantes que
son miembros del gobierno, doce en total, lo integrarían otros ochenta
y dos ciudadanos (después noventa), designados por el presidente de la
República de acuerdo con sus propios criterios, con mandato de dos
años. Tampoco se trataba de un consejo de tipo sectorial, similar a los
otros que ya existían. En primer lugar, debido a que tenía un alcance más
amplio, orientado a resolver cuestiones relacionadas con diversos sectores.
También porque sus miembros no tenían vínculos más específicos
con una u otra área de la actividad gubernamental: podían ser designados
por el presidente de la República en forma discrecional. Y eso fue exactamente
lo que sucedió.
Lula sorprendió al designar para integrar el Consejo a 41 empresarios,
o sea, exactamente la mitad de sus integrantes. Esta decisión hizo que
desde el comienzo el organismo fuera poco propicio para constituirse en
un espacio de concertación entre capital y trabajo, similar al que encarnaron
los foros de debate neocorporativo existentes en países europeos.
Tanto fue así que inmediatamente se produjo la reacción de los sindicalistas,
quienes el segundo día de funcionamiento del CDES pidieron al
presidente que redujera sus facultades.8 Sus reclamos fueron atendidos
y la reducción se produjo eliminando la posibilidad de que el Consejo
adoptara decisiones por el voto de la mayoría de sus miembros –algo
comprensible, pues su composición interna no reflejaba ni un equilibrio
entre diferentes segmentos de la sociedad ni la distribución de dichos
segmentos en la población. En reemplazo de la voluntad de la mayoría,
el CDES pasó a adoptar decisiones de manera consensuada, si bien las
posiciones divergentes podían ser elevadas a consideración del presidente
de la República, quien actuaría como árbitro y adoptaría la postura que
le pareciera más adecuada. A partir de allí –en el mismo momento de su
nacimiento— el CDES asumió definitivamente su carácter de organismo
meramente consultivo de la Presidencia de la República, vaciando gran
parte del significado político que todavía pudiera tener la participación.
Este vaciamiento político precoz del CDES resulta sorprendente en alguna
medida, pues fue provocado precisamente por un reclamo de quienes
componen la base social originaria del presidente Lula, los que en
principio tenderían a simpatizar con la adopción de mecanismos neocorporativos
de decisión sobre las políticas públicas. En este sentido, tanto los
líderes del PT como los de la organización sindical vinculada al partido,
la CUT, siempre habían simpatizado con una experiencia anterior de
dispositivo neocorporativo adoptado en Brasil, las Cámaras Sectoriales
de la Industria Automotriz. Todavía durante el gobierno de Collor de
Mello, dichas instancias se mostraron eficaces para definir una política
de coordinación entre salarios, precios e impuestos, y permitieron en esa
época que la producción de ese sector retornase al crecimiento (Arbix,
1996). Iniciado el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, se abolió
esa experiencia, a pesar de las protestas de sus primeros impulsores.
Sería erróneo, no obstante, atribuir a la reticencia de los sindicalistas
la principal causa del vaciamiento del CDES, pues sus recelos se debieron,
en realidad, a la composición del Consejo definida por el presidente.
En el inicio de su primer mandato, Lula todavía enfrentaba un proceso
de confidence building ante el mercado con el fin de procurar extinguir
la inmensa desconfianza que abrigaba el empresariado con respecto al
PT -tal como señalé al comienzo de este texto, los recelos del mercado
eran tan grandes que provocaron una explosión del riesgo país y la sobrevaluación
del dólar. En ese escenario, el éxito económico del gobierno
pasaría necesariamente por una estabilización de las expectativas
de corto plazo que permitiera una conducción ordenada de la política
económica. En otras palabras, era preciso cortejar a los mercados, y una
manera de hacerlo fue impulsar la designación de una gran cantidad de
empresarios para integrar un organismo que había sido presentado por el
gobierno como uno de sus principales instrumentos de formulación de
políticas y encarnaba la idea-mito petista de impulsar foros participativos
de decisión política. Irónicamente, con esta acción el gobierno también
impulso, ya de entrada, el vaciamiento del foro.
Por lo tanto, sobre esta base se puede afirmar que eran ingenuos los
análisis que identificaban al CDES como una auténtica innovación institucional
y un espacio por excelencia de promoción de la democracia
deliberativa, como lo hacía, por ejemplo, Sônia Fleury (2003:6-8):
"El Consejo de Desarrollo Económico y Social creado en el gobierno de Lula
pretende retomar el diseño de la relación Estado y sociedad inaugurado con la
Constitución Federal de 1988, para generar un nuevo espacio institucionalizado
y plural en el que puedan encontrarse diferentes actores políticos y el
gobierno y crear un proceso de concertación y una posibilidad real de gobernabilidad.
A diferencia de las experiencias anteriores, este no es un Consejo
sectorial ni una experiencia de gestión local. Se trata, por primera vez en la
historia brasileña, de la existencia de un organismo consultivo nacional, que
tiene la misión de discutir tanto las políticas específicas como los fundamentos
del desarrollo económico y social. Su composición también es original, ya que
difiere del formato marcadamente corporativo de los Consejos europeos, en
correspondencia con el tejido y la estructura social existentes en Brasil. (...)
En la breve experiencia del CDES podemos encontrar todos estos puntos
que definen un modelo de democracia deliberativa. Es una experiencia profundamente
innovadora en una sociedad que se caracteriza por el predominio
de una cultura elitista y de prácticas autoritarias. (...) En ese espacio, todos
son iguales y deben defender su punto de vista con argumentos razonables.
Seguramente, los consensos que se generen, aunque no sean muchos, poseerán
una mayor densidad política y podrán generar políticas sustentables".
Para que el CDES tuviera de hecho el éxito imaginado por la autora,
sería necesario en primer lugar que tuviera poder. De poco vale
el debate si el foro deliberativo no posee la capacidad de transformar
las decisiones resultantes en políticas de gobierno. Se convierte en un
mero espacio para el ejercicio intelectual de la argumentación política.
Una evidencia de este problema aparece en la investigación realizada
por Romerio Kunrath (2007: 592-4) en 2005 entre los consejeros del
organismo. Les preguntó cómo evaluaban la influencia del CDES sobre
el accionar del gobierno, y el 48% consideró que fue pequeña o inexistente,
en tanto el 45,7% creía que fue mediana. Sólo el 2,2% de los integrantes
del Consejo consideró que la influencia del organismo había
sido importante. Igualmente reveladora fue la reacción de los consejeros
ante una pregunta que les solicitaba que indicaran las áreas específicas de
actuación gubernamental en las que el CDES hubiese tenido algún grado
de influencia. En ese caso, casi el 20% de los entrevistados no respondió
a la pregunta, en tanto que el 15% respondió o que no existía ninguna
influencia efectiva o que no era posible identificarla.
El problema fue detectado de manera más realista y crítica por
Francisco de Oliveira (2006: 32-3):
"El desequilibrio de las 'representaciones' es evidente; todos los miembros
son elegidos y designados por el presidente de la República, por indicación del
Ministro en Jefe del Consejo, que usando la misma facultad puede pedirles
la renuncia. Pareciera no existir una designación por parte de los sectores
'representados', lo cual, desde luego, vicia la formación e independencia del
Consejo. El CDES fue presentado como el lugar de la concertación, de la
formación del consenso, o del 'nuevo contrato social', según expresiones del
ministro Tarso Genro: no tiene funciones deliberativas, sino sólo de discusión
y sugerencia al gobierno. (...) A los pocos meses de existencia, el CDES se
extinguió de inmediato y tal vez no vuelva a tener ninguna importancia en
el gobierno de Lula".
Las causas del vaciamiento de poder del CDES, sin embargo, no se
pueden atribuir únicamente a la forma en que el gobierno orientó su
construcción. Si existen razones inmanentes a la propia formación del
Consejo que explican su fracaso, existen también causas relacionadas con
el sistema político brasileño considerado en forma más amplia. No resultaría
suficiente para otorgar peso a las decisiones del CDES que el
gobierno las incorporase en sus proyectos, pues éstos deben ser girados al
Congreso Nacional, donde serían objeto de amplias negociaciones antes
de que pudieran transformarse en políticas públicas efectivas. El sistema
político brasileño se caracteriza por ser un "presidencialismo de coalición",
en los términos acuñados por Sérgio Abranches (1988), que des-
pués se constituyeron en puntos pacíficos de la literatura. De tal manera,
el presidente que no logre construir una coalición de gobierno suficiente
para aprobar las políticas tendrá muchas dificultades para poner en práctica
su agenda. La necesidad de formar coaliciones se debe a que Brasil
tiene un sistema multipartidario particularmente fraccionado, que hace
muy improbable que el partido del presidente disponga de una mayoría
para tomar decisiones en forma aislada. A esto debe agregarse que la
Constitución de 1988 elevó a la condición de norma constitucional muchas
materias que son, en realidad, políticas públicas comunes, lo cual
exige a los gobiernos modificar la Constitución para poder implementar
una parte significativa de sus agendas. Y para ello no es suficiente con
disponer de la mayoría absoluta en ambas cámaras del Congreso: es preciso
contar con el 60% de los votos de los diputados y senadores (Couto
Arantes, 2004; 2006).
Desde la elecciones de 2002, el partido del presidente de la República
obtuvo una cantidad de bancas que lo ubicó a mucha distancia de la
mayoría absoluta y a mayor distancia todavía del quórum requerido para
enmendar la Constitución—especialmente en el Senado, donde la oposición
tuvo más fuerza durante ambos mandatos. Por este motivo, Lula
debió construir una coalición amplia, contando desde el inicio con el
apoyo de doce partidos, a nueve de los cuales otorgó puestos ministeriales.
La coalición formal excluyó desde el comienzo al PMDB, que
sólo obtuvo cargos en el ejecutivo después de la primera reforma ministerial
en el gobierno de Lula, a comienzos de 2004. Por otra parte, el
Presidente contabilizó también algunas pérdidas, como el retiro del PDT
y del PPS del gobierno, contrariados en parte por la gestión macroeconómica,
pero principalmente por el poco espacio dado en el Ejecutivo a
algunos de sus principales líderes.9
La siguiente tabla muestra la distribución de las bancas en la Cámara
de Diputados y en el Senado en mayo de 2003, después de haberse realizado
muchos de los cambios de partido que suelen ocurrir en Brasil en
todas las legislaturas.
Si bien únicamente el PFL, el PSDB y el PRONA eran desde el comienzo
partidos abiertamente opositores al gobierno de Lula, éste no
podía confiar en la totalidad de los votos de las restantes agrupaciones. El
PMDB, como siempre, aparecía muy dividido, y también se podían percibir
desde el principio disidencias significativas en el PPS y en el PDT.
Finalmente, algunas de las primeras propuestas de políticas realizadas por
el gobierno—y consideradas por el CDES— provocaron heridas aún en
los partidos más fieles de la base aliada—el propio PT y el PCdoB. La
más importantes de estas políticas fue la reforma previsional, que quitaba
importantes privilegios a los empleados públicos. La relación orgánica de
sectores del PT y del PCdoB con el empleo público llevó a algunos de
los miembros de esos partidos a romper con el gobierno y con el propio
PT, lo cual dio origen a una pequeña agrupación disidente, el PSOL.
De tal manera, sólo a duras penas el gobierno de Lula logró construir
en la Cámara de Diputados una coalición que le garantizarse el quórum
constitucional (incluso permitiéndole tramitar la reforma previsional),
mientras que en el Senado fue indispensable el apoyo puntual que recibió
de muchos legisladores del PSDB y del PFL para que la agenda pudiera
avanzar.
Queda de manifiesto, por lo tanto, que la negociación en el Congreso
no sólo resultaba indispensable sino que se caracterizaba por su inmensa
complejidad. Por eso, aún cuando algunos proyectos llegasen a
la Legislatura con el respaldo de una discusión previa en el Consejo de
Desarrollo Económico y Social, era necesario volver a debatir su contenido
–muchas veces de manera exhaustiva— antes de que se pudiera llevar
a cabo el debate parlamentario efectivo. Se corría el riesgo de invertir
mucho tiempo y energía en tratativas al interior del CDES para luego
tener que rehacer nuevamente el camino—y eventualmente descartar
lo que se había resuelto en el Consejo— a fin de lograr la aprobación
legislativa. Curiosamente, el interés inicial del gobierno era anticipar algunos
de los conflictos que podrían emerger en el Congreso mediante
la negociación previa en el organismo participativo y reducir el grado de
fricción política en la arena parlamentaria. Esta estrategia podría resultar
correcta para algunos casos, pero difícilmente para todos. En primer
lugar, porque no necesariamente las divergencias superadas por medio
de la búsqueda del consenso en el CDES encontrarían en el legislativo
condiciones similares para su resolución; en segundo lugar, porque los
sectores que se podrían ver perjudicados por determinadas posiciones del
CDES contarían con el Congreso como instancia de recurso y reiniciarían
la lucha.
Los casos de la reforma previsional para empleados públicos y del sistema
tributario resultan ejemplares en este sentido. El diseño inicial de
ambos fue realizado en el ámbito del CDES y posteriormente se los
elevó junto con el ejecutivo al Congreso, en un acontecimiento revestido
de gran pompa y circunstancia: el presidente fue caminando, en
compañía de casi todos los gobernadores, desde el Palacio del Planalto
hasta el Congreso Nacional para entregar personalmente el proyecto
a los presidentes de ambas cámaras legislativas. Tanto el ejecutivo federal
como los gobiernos estaduales tenían interés en la aprobación de
las reformas—especialmente de la previsional, que permitiría reducir
los gastos de jubilación de los empleados. Luego de prolongados y penosos
debates, ambos proyectos resultaron aprobados y se publicaron
el último día de 2003. Resulta necesario destacar, sin embargo, que
sólo la reforma previsional fue aprobada de manera de contemplar más
sustancialmente las pretensiones del ejecutivo. La reforma tributaria
aprobada quedó muy lejos de impulsar un cambio más significativo en
la estructura del sistema tributario brasileño. Aún así, estos dos proyectos
se perfilan como aquellos en cuya formulación los miembros del
CDES reconocen haber tenido mayor capacidad de influir sobre el proceso:
30,4% en el caso del previsional y 21,7% en el caso del tributario
(Kunrath, 2007: 594).
Recurriendo a la conocida metáfora del vaso medio lleno o medio
vacío, podríamos observar que por lo menos el 70% de los consejeros no
consideran haber influido sobre la decisión relativa a dichas políticas. La
razón de que ello sea así es que las disputas políticas trabadas en el interior
del Congreso Nacional y entre el ejecutivo y el legislativo adquirieron
mayor importancia para el proceso gubernamental que cualquier sugerencia
que hipotéticamente pudiera haber formulado el CDES. Y si ni
siquiera los miembros de ese Consejo consideran que su actuación marcó
alguna diferencia en las decisiones gubernamentales, ¿qué se puede esperar
de las demás elites políticas?


Conclusión: la irrelevancia de la participación
El caso del Consejo de Desarrollo Económico y Social revela que, a pesar
de la importancia normativa que ha recibido la idea de la participación
política de parte de la teoría democrática y de estudios de caso, es muy
reducido el alcance político efectivo de algunas de las formas mediante
las cuales se concreta la participación. Y, como se señaló en el presente
trabajo, no sólo el CDES arroja resultados muy tímidos (si es que los
tiene en absoluto) sino también otros organismos más institucionalizados,
como el Consejo Nacional de Salud. En los momentos en que se
instala un conflicto decisivo, cuando es preciso adoptar una decisión y la
verdadera autoridad política está llamada a manifestarse, son las instancias
de la democracia representativa con sus formas más tradicionales y
universalistas las que prevalecen.
Esto sucede, en primer lugar, porque son esas las instancias que normalmente
gozan de la autoridad legal o constitucional para decidir en
última instancia. Por lo tanto, para que los foros participativos lograran
efectividad, sería necesario transferirles poder real otorgándoles legal
(o constitucionalmente) facultades decisorias. De lo contrario, seguirán
siendo meros figurantes de la política relevante. Lo que podríamos preguntarnos
es: siendo así las cosas, ¿por qué no se produce esa transferencia
de poder? Las razones son al menos dos. La primera, que se refiere
exclusivamente a las relaciones de poder, es el hecho de que las elites políticas
establecidas no tienen interés en que se produzca ese cambio, pues
conllevaría la reducción de su poder y, por lo tanto, les resulta indeseable.
Consecuencia: las elites políticas (los políticos profesionales) trabajan
para que no se produzcan cambios institucionales de este tipo.
La segunda razón se refiere a la cuestión de la legitimidad y accountability
democráticas. Las instituciones representativas poliárquicas tradicionales,
aunque de manera deficiente, permiten establecer con algún grado
de claridad quiénes son los responsables de ciertas decisiones, obligándolos
a rendir cuentas no sólo a sus electores, sino a la sociedad en general,
ya que están integrados a cuerpos representativos de carácter universal.
Las instituciones llamadas participativas, en la mayoría de los casos, son
en realidad instituciones representativas de carácter parcial, en las que intervienen
representantes de segmentos determinados de la sociedad, que no son
responsables ante el demos como un todo y pueden, por lo tanto, actuar
como defensores únicamente de sus intereses particulares. Otorgar a
esas instancias poder decisorio final sobre las políticas públicas implicaría
transferir a los apoderados de intereses específicos la capacidad de decidir
sobre temas que, en realidad, interesan a una colectividad mucho más
amplia. Esto contraría la legitimidad democrática y, por lo tanto, su implementación
es difícil sin que se violenten los mecanismos efectivos de
accountability y legitimación.
El caso del conflicto entre el CNS y el gobierno en el tema de la salud
resulta ejemplar en este sentido. Si se atendiera la voluntad del Consejo o
de la Conferencia Nacional de Salud, sería necesario someter la política
de un gobierno elegido por toda la población del país (o de un parlamento
con igual base de legitimación electoral) a las preferencias de un foro de
integración restringida—corporativo e ideológicamente sesgado. ¿Cómo
podría afirmarse que simplemente por el hecho de que dichas instancias
políticas son consideradas participativas sus decisiones son democráticamente
superiores a las adoptadas por los representantes elegidos, en el
gobierno o en el parlamento? El argumento de que en instancias de esa
clase existe más espacio para un proceso político deliberativo tampoco
es plausible. La presentación de razones en un debate público puede suceder
tanto en organismos "participativos" como representativos, lo cual
también es válido para la confrontación de intereses. Curiosamente, se
atribuye a las formas de democracia llamadas participativas un carácter
más propenso a la deliberación, pero no existe nada en su naturaleza que
permita hacerlas especialmente mejores en eso que a otros tipos de estructura
política. Peor aún: al existir un sesgo ideológico y/o de intereses
en determinados organismos "participativos", es poco creíble que exista
algún tipo de deliberación real, pues difícilmente se confrontarán razones
verdaderamente contrapuestas que permitan a los deliberantes llegar
finalmente a la conclusión más razonable posible.10
En suma, si por un lado la participación se ha mostrado irrelevante
para la orientación del gobierno, por el otro el intento de otorgarle relevancia
podría aparecer como pernicioso para la democracia. Tal vez eso
se deba a que no se trata exactamente de participación, sino de una modalidad
distinta de representación, menos inclusiva y universalista que la
que proporcionan los mecanismos tradicionales de la democracia representativa.
Pero también es posible que se deba a la cuestión del tamaño de
la polity. Cuanto más grande es la unidad política, menor es la posibilidad
de que las formas participativas de democracia tengan efectividad real,
lo que conduce a su sustitución por formas representativas sectoriales.
Es decir, la participación se convierte en una ilusión. Creo que esto explica
por qué, según vaticinó Francisco de Oliveira, el CDES perdió su
importancia—tanto que, en el momento en que concluyo este texto, ya
no tiene ni siquiera un Secretario Ejecutivo responsable del organismo.

recuperativo 1 parcial ees

 

junior monroy 18443389

 

fuentes :http://www.wilsoncenter.org/topics/pubs/Nueva%20Izquierda%20Enero%2020091.pdf

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